Conocí a Antonio Jiménez al comenzar el curso universitario en 1970, cuando los dos hacíamos la carrera de Filosofía y Letras y coincidimos en el mismo grupo. Fue entonces cuando se inició una amistad que ya estaba consolidada al terminar los dos años de comunes que entonces había que cursar. Compartíamos conversaciones, apuntes, cafés en el bar… y también algún grupo de trabajo sobre cuestiones filosóficas que suplía la raquítica enseñanza que entonces recibíamos en la Facultad.
La amistad se consolidó al pasar los dos a estudiar la misma especialidad, Filosofía Pura. En esos tres años formamos un grupo estable de personas entre los que estábamos nosotros dos, más Rodrigo González, Puri, Santos Lora, León Tello, Esther Blázquez y alguna otra persona. Seguíamos compartiendo conversaciones, diálogos filosóficos, cafés en el bar de la Facultad, ratos de estudio en la recién inaugurada biblioteca de la sección, seminarios organizados por nosotros mismos y siempre recordaré un espléndido seminario al que asistimos los dos, dirigido por Teodoro de Andrés sobre Guillermo de Ockham, a primera hora de la mañana, uno de los pocos lujos intelectuales que disfrutamos en nuestros estudios. Ese ambiente que compartíamos fue el que, personalmente, me ayudó a superar unos estudios académicos que en general eran muy poco estimulantes.
Terminada la carrera, seguimos compartiendo cursos de doctorado y luego los años de investigación, si bien entonces nuestros caminos ya se separaron. Antonio encontró el apoyo de José Luis Abellán, que le permitió obtener una beca de investigación; yo encontré acogida en el Departamento de Ética que dirigía Todolí. Otros miembros del grupo de amigos obtuvieron también becas para ampliar estudios. Al final, Antonio, como alguno de nosotros, terminó el doctorado, si bien fue él el único que consiguió quedarse como profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, con José Luis Abellán. Los demás aprovechamos la oportunidad que entonces ofrecían las amplias convocatorias de plazas en la enseñanza media. Durante esos años, volvimos a organizar algún seminario con alumnos de la facultad, recordando en concreto uno muy sugerente sobre la idea del tiempo en Quevedo cuyas reuniones tenían lugar en el despacho de Antonio.
Los años compartidos como estudiantes permitieron que nuestra amistad fuera más allá del ámbito académico. En 1974 asistió a mi boda y en 1979 le ofrecimos mi mujer, Pilar, y yo la posibilidad de ser el padrino de nuestra hija Paula y Antonio aceptó gustoso. Desde entonces empezó a formar parte del círculo familiar cumpliendo cariñosamente con sus obligaciones de padrino, y los contactos se mantuvieron ya más en el ámbito personal que en el académico puesto que ambos ejercíamos nuestra profesión con dedicaciones diferentes: él volcado en la universidad, yo centrado en la enseñanza secundaria. Aun así y todo siempre hubo huecos para colaborar en proyectos más académicos o intelectuales, e incluso compartimos cuota y alguna actividad en el sindicato, la CGT continuadora de la CNT, del que los dos éramos miembros. Además el contacto frecuente nos permitía estar muy al tanto de lo que cada uno hacía. Unos pocos días antes de su rápido fallecimiento habíamos ido a cenar los dos matrimonios (Teresa, Pilar, Antonio y yo) y luego a tomar una copa en el Círculo de Bellas Artes. Como siempre, agradable compañía, agradable e interesante conversación y comentarios sobre proyectos presentes y futuros.
No es de extrañar, por tanto, que mi recuerdo de Antonio vaya mucho más allá de lo académico y esté lleno de fragmentos de la vida personal, lo que lo convierte en un recuerdo mucho más entrañable. No obstante, lo recordaré también siempre como modelo de funcionario público, de profesor volcado en la academia a la que dedicó mucho tiempo y esfuerzo, intentando aportar a la Universidad Complutense, y más en concreto a la Facultad de Filosofía, un elevado nivel de honestidad profesional. Fueron muchas las horas pasadas en aquellos pasillos del edificio A, y fue intensa su implicación en todos los niveles en los que el funcionamiento de la Universidad estaba en juego, desde su propio departamento hasta las pruebas de acceso a la Universidad, desde la mejora de la biblioteca hasta la atención a los extranjeros que cursaban estudios en la Complutense. No me cabe la menor duda de que dejará un sentido hueco en esa Facultad.
Y lo recordaré igualmente como infatigable investigador de la historia de la filosofía española, empezando por su paisano Urbano González Serrano, a quien dedicó la tesis doctoral, y otros miembros del krausismo español. También su dedicación a la filosofía española, en los congresos de Salamanca, en la Sociedad de Hispanismo Filosófico y ya más recientemente en el esfuerzo por conseguir que la asignatura de Filosofía Española ocupara un lugar digno en los nuevos planes de estudios universitarios. Su compromiso como funcionario público con la filosofía le llevó en los últimos años a aceptar la presidencia de la FESOFI, Federación de Sociedades de Filosofía, interviniendo en la defensa de la asignatura de filosofía en el bachillerato ante los nuevos planes poco tranquilizadores que gestaba el gobierno del PSOE.
También guardo en la memoria su profundo amor a los libros, su verdadera gran afición que le convirtió en un genuino bibliófilo. Acudía con frecuencia a las librerías de viejo en Madrid y más recientemente a las páginas de Internet especializadas en la venta de libro antiguo, en especial Uniliber. Allí compraba libros raros, primeras ediciones que trataba con profundo respeto, hasta llegar a poseer una valiosa colección que posiblemente alcance algunas decenas de miles de libros, a la espera de encontrar algún lugar en el que reciban digna acogida. Y también su afición a la poesía, con hermosos textos por él escritos que guardaba en soledad y que compartía sólo muy de vez en cuando.
Sin duda he tenido la suerte de ser compañero y amigo de Antonio, en posiblemente la que ha sido la más larga y duradera de las amistades de mi vida. Nos dejó, me dejó, bien pronto, mucho antes de lo que hubiera podido pensar y nos dejó, me dejó, de manera brusca, sin aviso previo que permitiera hacerme a la idea de su definitiva pérdida. Ya no volveremos a compartir ni a discrepar, a comentar y reír juntos. Sólo me queda el recuerdo que conservaré con profundo cuidado y amor. Sólo nos queda eso, el recuerdo y también la esperanza de encontrarnos en un futuro no muy lejano.